sábado, 17 de mayo de 2008

COMO UN RIO


Nadie se baña dos veces en el mismo río.

Heráclito.



Me siento tan sola – pensó o dijo o, más bien, yo sé que lo dijo, pero ella pensó que lo pensó y yo la dejé pensarlo. No intervine. Se fue del bar y yo la dejé irse. No la detuve.

La amé toda mi vida con la pasión y la mezquindad con que es posible amar un río o un paisaje de película. No era inalcanzable, porque si yo esa tarde hubiera dicho: -Te escuche y no estas sola, ella hubiera mirado y hubiera visto que ahí estaba yo queriendo alcanzarla. Pero no le dije nada. Esa era la única manera que yo tenía de amarla y la única que ella permitía. Esa era la forma: estar y no estar, estar siempre pero desaparecer ante sus ojos. Dejar que ella juegue a hacerme desaparecer. Y yo lo disfrutaba. Me gustaba desaparecer cuando ella quería y sentir que se perdía sin mi. Dejarla. Creo que alguna vez tuve la pretensión de que, actuando así, ella tendría que volver a buscarme habiendo comprendido, -de una vez!- entendido que quería estar conmigo para siempre. Pero yo no hubiera tolerado que lo entendiera para siempre. Para siempre es mucho para mi y ella no era fácil de pensar para siempre. Ella no es fácil de pensar.

Cuando la conocí creí que era simple como un parque. Al poco tiempo –estoy seguro- ella vio en mis ojos la señal de que había entendido como era. Me asusté. Sentí que algo me enredaba atándome a ella pero, sobre todo, yo le creía: Cuando ella hablaba yo le creía todo lo que decía. Pude huir... pero no fue necesario porque, en ese momento, ella empezó a desaparecerme. Finalmente, todo era tan fácil como una foto de un parque iluminado –iluminado con esos faroles altísimos y tristes. Ella iluminaba las partes que quería y las que no, las dejaba en la otra parte, en la oscuridad.

Así la amé toda la vida: cerca y lejos; viéndola y dejándome ver, pero nunca a su lado como nunca hay nada al lado de un río porque el río se mueve y se mueve.

No estar con ella me dejaba respirar un aire que, a la larga –generalmente justo cuando ella me iluminaba-, estaba por matarme. Generalmente: porque a veces yo tenía que presentarme solo a beber su agua, a rozar su viento. Pero ella no me veía y yo, sin embargo, la necesitaba tanto...

Jamás pude decirle cuánto la amaba, éramos tan felices juntos que no hacía falta. Pero una vez lloré, lloré mucho porque la extrañaba (...pero ella no prendía las luces –y yo, entonces, sólo era un extraño viéndose en el río-), y ella, seguramente, lloró alguna vez (eso no me lo perdono) sintiéndose sola porque no estaba a su lado, aunque yo corriera y corriera al borde del río.

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